Grupo Córdoba 96

domingo, 23 de noviembre de 2008

Cuento: Pablo y Susana, aventureros en Madagascar

Era una mañana de domingo. Las clases habían acabado un mes atrás y Pablo y Susana habían esperado con ansia que llegara este día. Por fin estaba aquí. Apenas dos meses antes, sus padres habían comprado los cuatro billetes de avión que les llevarían a Madagascar.
Todo estaba preparado. Pablo no había pegado ojo en toda la noche, había sido el primero en vestirse y, cargado con los maletines de arqueología de sus padres, bajaba las escaleras de dos en dos. Susana aún con cara de sueño, cogía su mochila en la que por supuesto había metido la noche anterior su libreta de notas, un par de bolígrafos y su inseparable cámara de fotos. Sus padres les habían dicho que Madagascar era un país único, lleno de diferentes animales y plantas y Susana no quería desperdiciar la ocasión de fotografiar a todos los animales que encontrara a su paso.
Llegaron al aeropuerto dos horas antes de la hora de embarque. A las dos y media, estaban ya los cuatro sentados en sus respectivos asientos. Fue entonces cuando Pablo le preguntó a Susana si había metido en el equipaje su cazamariposas. Ella negó con la cabeza. ¡No era posible! Su cazamariposas no estaba en el armario. ¿Quién lo había cogido? ¡Mamá!, ¡mamá debía haberlo cogido! Así era, ella le dijo que lo había metido en su maleta. Pablo respiró aliviado. Aún quedaban diez horas de viaje así que decidió dormir, se encontraba muy cansado. Susana, en cambio se mantuvo despierta la mayor parte del viaje haciendo dibujos en su libreta y mirando por la ventana los grandes bancos de nubes.
El avión comenzó a tambalearse, en ese momento Pablo despertó y le preguntó a su hermana qué pasaba.
-No te preocupes-respondió ella- el avión está aterrizando. Pabló miró por la ventana y por más que se esforzó sólo pudo ver algunas luces en la lejanía. Era muy de noche y el aeropuerto apenas estaba iluminado. Apoyó su cabeza en el respaldo e intentó tranquilizarse. Tenía muchas ganas de bajar y sentir la tierra bajo sus pies otra vez, definitivamente no le gustaban los aviones.
Después de recoger todo su equipaje y pasar la noche en un hotel de Antananarivo se dirigieron hacia el norte de la isla. Tras seis horas de viaje por caminos de tierra, llegaron a Mahajanga, una gran ciudad donde les esperaba Pancho un arqueólogo francés antiguo amigo de sus padres que llevaba en Madagascar más de 10 años trabajando en el estudio de los antiguos fósiles. Era un hombre de unos 50 años, con un pequeño bigote negro y con muy poquito pelo. Vestía con un pantalón corto color grisáceo, una camisa de manga corta, un sombrero de paja y unas botas marrones con unos calcetines blancos que le llegaban hasta las rodillas.
- Bienvenidos a Madagascar – les dijo con una gran sonrisa que mostraba sus perfectos y blancos dientes- Acompañadme y os mostraré mi casa donde pasaréis estos días.
Pancho guió a la familia por un estrecho camino no muy largo que desembocaba en una gran verja de hierro. Al otro lado, un enorme jardín lleno de árboles frutales y flores que daban cobijo a toda clase de animales: lemures, mariposas, monos… El chirrido de la puerta anunció la llegada de los invitados, a todos los habitantes del jardín que se escondieron apresuradamente entre la vegetación.
La casa era pequeña pero acogedora. Tenía 5 habitaciones, una diminuta cocina y una sala de trabajo. Pero la parte más sorprendente era el salón. Concretamente sus paredes, cargadas de cuadros en los cuales estaban dibujados animales y flores de Madagascar. También había fósiles y personas trabajando.
Susana se quedó maravillada, ¡cuánto color! las mariposas, sin duda, eran sus favoritas. Pancho se dio cuenta de ello, pues Susana apenas pestañeaba. Se acercó hacia ella y le preguntó:
- Te gustan, ¿verdad? Podemos ir esta tarde a buscarlas. Hay muchas por aquí.
- ¡Claro! – respondió - son preciosas – Susana se giró hacia Pablo que observaba detenidamente un dibujo de un lemur y le preguntó - ¿Trajiste tu cazamariposas? – Pablo asintió.
- Entonces ¡perfecto! – dijo Pancho – esta tarde iremos a la selva y cogeremos alguna.
- Pero… - dijo Pablo con recelo - ¿no será peligroso? ¿Y si nos ataca un león?
Pancho rió fuertemente
- No te preocupes, en Madagascar no hay leones – dijo Pancho aún entre risas.
- Y la selva, ¿está muy lejos? – Preguntó Susana
- No, mira, está allí – afirmó Pancho mientras señalaba por la ventana a unos árboles cercanos – pero la verdad es que es un poco grande – continuó- el río Mahojamba lo atraviesa.
Nada más acabar de comer, Pablo y Susana prepararon una mochila en la cual llevaban: Una cantimplora, la cámara de fotos, el cazamariposas, el cuaderno de notas y dos bolígrafos. Mamá les había preparado la merienda, cuatro bocadillos por si les entraba hambre durante la excursión. Pancho también estaba preparado, llevaba una gran lupa y una pequeña caja para guardar las mariposas que cogieran.
- ¿Dónde están vuestras gorras? – Preguntó Pancho al ver que los niños no las llevaban - ¿Os habéis echado crema solar? – continuó.
Los niños se quedaron atónitos. ¡No se habían acordado de ello! Rápidamente regresaron a su cuarto, cogieron las gorras, se echaron bien de crema y volvieron a donde Pancho estaba esperándolos.
- ¡Ahora sí estamos listos! – repitieron a dúo.
Salieron de casa contentos. Por el camino Pancho les contó leyendas de Madagascar y curiosidades de su fauna.
- ¿Sabéis que en Madagascar no existe ninguna serpiente venenosa? – les dijo.
Los niños asombrados, le miraban con la boca abierta. Al llegar a la selva apenas tuvieron que esperar para ver mariposas, pues estaba repleta de ellas. Por todos los lados, de todos los colores y tamaños volaban juguetonas de flor en flor. Aquí, allí, los niños no sabían donde mirar. Susana disparaba fotos con su cámara y Pablo saltaba de acá para allá con su cazamariposas sin conseguir coger ninguna de ellas. Pero había una especial, una mariposa distinta, que tanto a Susana como a Pablo fascinaba. Su cuerpo era negro, pero en sus alas tenía dos grandes círculos azules que brillaban con la luz del sol. Era más grande que las demás. Pancho les miraba alegremente cuando apareció el padre de los niños.
- ¡Pancho! ¡Hemos encontrado una fósil de trilobites! Deberías venir a verlo – dijo emocionado.
Pancho asintió, se levantó y les dijo a los niños:
- Quedaos aquí, ahora mismo vuelvo
Los chicos apenas le prestaron atención pues estaban ensimismados con las mariposas.
- Susana – dijo Pancho - ¿Has visto esa mariposa negra? – ella asintió con contundencia – es preciosa, ¿la cogemos?
- Vale, pero será mejor que no le toquemos las alas, sino la pobrecilla no podrá volver a volar.
- Tendré cuidado – prometió Pablo.
Pero por más que intentaban atraparla con el cazamariposas, ésta era mucho más hábil que ellos y se zafaba fácilmente de sus trampas. Poco a poco la mariposa se iba adentrando más y más en la selva y al igual que ellas, Susana y Pablo que la seguían ciegamente. Llegó un momento en el que el bosque era tan denso que la mariposa se escondió entre los arbustos y fue imposible volver a encontrarla, además estaba anocheciendo y los niños no querían entretenerse en buscarla. Fue entonces cuando se dieron cuenta de haber cometido un gran error.
- Pablo, ¿dónde estamos? – dijo Susana asustada
- No lo sé, - contestó Pablo – creía que tú sabías hacia donde íbamos
- ¡Pues no lo sé! – dijo Susana desesperada - ¡Nos hemos perdido! Debíamos haber hecho caso a Pancho y esperar donde él nos dijo.
- Ya es demasiado tarde – dijo Pablo lleno de impotencia - ¿qué hacemos?
Susana no respondió a la pregunta de su hermano y comenzó a gritar pidiendo ayuda con la esperanza de que alguien les oyera. Pero nadie respondió a sus llamadas. Definitivamente estaban perdidos.
- Tendremos que pasar aquí la noche – dijo al fin Pablo pesaroso - ¿dónde dormiremos?
- Yo creo que el lugar más seguro donde dormir es una rama de árbol. ¡Allí! – dijo señalando un árbol no muy alto y con unas ramas anchas y sólidas.
- ¿Crees que será buena idea? – dijo Pablo dudoso
- ¿Se te ocurre algo mejor? – contraatacó Susana.
Pablo no dijo nada, agachó la cabeza y se acercó al árbol que su hermana le había indicado. Con ayuda de Susana subió al árbol. De establecieron en una rama no muy alta pero larga y empezaron a pensar en distribuir la comida.
- Está bien – dijo Susana – quizá estemos aquí poco tiempo, pero – dijo pesarosa – a lo mejor no – se limitó a decir.- Hay que distribuir la comida
Sólo tenían cuatro bocadillos y una cantimplora llena de agua fresca y no sabían cuántos días podrían aguantar con tan pocos recursos. Por el momento lo mejor era dormir, la noche había caído sobre Madagascar y con ella todos los animales nocturnos salieron a cazar como cada noche.
Pablo y Susana estaban muy asustados. A su izquierda, a su derecha, por todos lados había ruidos extraños. Ruidos que los atemorizaban: aleteos, gruñidos, chasquidos e incluso algún que otro quejido de animales que habían sido atrapados por un depredador.
Oscuridad, sí. Pero entre ella brillantes ojos les observaban. ¿Curiosidad o quizás acecho? De repente un chasquido cercano les alertó. Era cerca, demasiado cerca de ellos, casi rozando sus cabezas. Un escalofrío les recorrió la espalda. Levantaron lentamente la cabeza, y una gran figura negra con grandes ojos amarillos les miraba fijamente. Los niños gritaron y la gran figura desplegó sus alas y se ocultó en la oscuridad.
- ¡¿Qué era eso?! – gritó Pablo aún atemorizado
- Un murciélago – contestó Susana más relajada – en Madagascar hay cientos de ellos, no son peligrosos, lo leí en un libro.
Aunque lo intentaron los niños no pudieron dormir aquella noche.
A la mañana siguiente nada más salir el sol, decidieron bajar al suelo para caminar un poco e intentar olvidar el susto de la noche pasada.
Susana fue la primera en bajar y Pablo le dio la mochila con mucho cuidado para que no se rompiera lo que ella contenía. Pablo se dispuso a bajar pero su pantalón se enganchó en una rama saliente y quedó colgando cabeza abajo. Susana intentó ayudarle pero cuando estaba a punto de agarrarlo, la rama se quebró y Pablo cayó al suelo de lado. Su rodilla se golpeó contra una piedra, que le produjo una profunda herida.
Pablo lloraba desconsolado y Susana no sabía qué hacer. Rápidamente Susana sacó un pañuelo de la mochila y se lo ató cubriendo la herida de su hermano.
Permanecieron en el suelo juntos durante unos minutos y posteriormente comenzaron a andar lentamente porque Pablo cojeaba y tenían que pararse cada cierto tiempo a descansar. Al cabo de varias horas de camino se tumbaron en el suelo exhaustos y decidieron comer y beber un poco. Sin darse cuenta se fueron aletargando hasta quedarse sumidos ambos en un profundo sueño. Al cabo de cinco horas Susana se despertó. Miles de ojos les observaban. Le dio un codazo a su hermano que se despertó bruscamente:
- ¿¡Qué pasa!?
La mayor parte de los ojos desaparecieron
- No te muevas – dijo Susana – los animales nos observan.
Pablo no quería saber nada más de animales, la noche anterior lo había pasado muy mal y no quería repetir la experiencia.
- ¡Vámonos de aquí! – gritó nervioso
- ¡Espera! mira ese lemur – dijo Susana señalando al animal que los observaba de cerca – tiene un lacito en la cabeza, ¿cómo lo habrá conseguido?
- ¡No lo sé! ¡Y no me interesa! – dijo enfurecido – sigamos andando
En ese momento el lemur se acercó a Susana y le cogió del pantalón tirando de ella. Susana no opuso resistencia en cambio Pablo comenzó a gritar.
- ¡Susana! ¿Qué haces?
- Quizá quiera enseñarnos algo - respondió esta
- O quizás no… - argumentó Pablo
- ¿Qué podemos perder? – dijo Susana – sigámosle
Pablo aceptó a regañadientes. Entonces el pequeño lemur soltó a Susana. Parecía que había comprendido que la seguirían sin necesidad de que ella tuviera que tirar del pantalón de Susana. Los guió hasta la orilla de un gran río atravesado por un puente colgante de madera de muy mal estado. El pequeño lemur comenzó a atravesar el río por el puente mientras que Pablo y Susana la miraban desconfiados. El lemur comenzó a gritar, parecía que los llamaba para que le siguieran. Susana se disponía a seguirla pero al poner el pie en la primera tabla del puente Pablo le agarró del brazo.
- No lo hagas – le ordenó – nuestro peso no podrá ser soportado por el puente – dijo – será mejor atravesarlo a nado, la herida a penas me duele.
Era cierto, estaba casi cerrada y además Pablo era un gran nadador, había ganados algunas medallas con su equipo y era muy rápido. Entonces el lemur comenzó a gritar muy fuerte y a saltar de un lado a otro, parecía haberse vuelto loca. Entonces cogió un trozo de madera y la arrojó al río. En el mismo momento en que el trozo de madera tocó el agua, decenas de bocas alargadas de afilados dientes comenzaron a devorarla, quizá pensando que era carne o simplemente por diversión. Pablo no quería comprobarlo, esto bastó para que desechara por completo su idea de cruzar a nado el río que estaba repleto de peligrosos cocodrilos. Susana comenzó a cruzar el puente que crujía a cada paso que daba y se movía de un lado para otro. Debajo del puente se habían concentrado un gran número de cocodrilos que esperaban ansiosos algo de carne. Cuando alcanzó la orilla del río, Susana se sentía liberada de una gran tensión. Pero aún faltaba Pablo. Algunas tablas se rompieron a su paso pero a pesar del susto llegó a la otra orilla sano y salvo.
Continuaron su viaje dos horas más y pararon a descansar. Se sentían exhaustos y hambrientos, sólo le quedaban dos bocadillos y la mitad de la cantimplora y tenían que reservarlos. Pero no pudieron.
Sólo quedaron las migajas y un cuarto del agua que contenía la cantimplora. Después de descansar continuaron su viaje hasta la noche. Encontraron el árbol apropiado y sed establecieron en él. El lemur escogió una de las ramas más altas, en cambio ellos prefirieron una más ancha y baja. Durmieron toda la noche, ya se habían acostumbrado a los ruidos de la selva. A la mañana siguiente fue Pablo el primero en despertar y descubrir para su sorpresa que el lemur comía con gran rapidez un trozo de piña. ¿Dónde lo habría encontrado? Despertó a Susana.
- Pregúntale – se limitó a decir
- ¿Me entenderá? – preguntó Pablo.
Susana se encogió de hombros. Pablo miró al animal y con un dulce tono de voz le dijo:
- ¿Dónde lo cogiste? – mientras señalaba el trozo de piña con el dedo índice.
Entonces el lemur salió corriendo y se tiró al suelo, desapareciendo entre la maleza. Pablo no entendía nada, la había ahuyentado. Susana le gritó furiosa.
- ¡Pablo! ¿Qué has hecho? ¡Se ha ido! ¡La asustaste!
Pero no era cierto, al cabo de unos minutos regresó ¡con dos piñas! Las dejó al pie del árbol. Los niños al verla bajaron deprisa, las cogieron, las abrieron y comenzaron a devorarlas. ¡Qué ricas estaban! Eran tan dulces… no tenían nada que ver con las que habían probado en casa, estaban mucho mejores.
Después de comerlas, se sentían llenos y con fuerzas para seguir adelante. El lemur les guió durante un tiempo y de repente se paró. Los niños no entendían qué pasaba. Entonces, entre la espesura salió una niña pequeña, no tendría ni seis años, pero el lemur la conocía perfectamente, era su dueña, su amiga.
La niña se asustó al ver a los chicos pero pronto se hizo su amiga. No hablaban el mismo idioma pero se comunicaban con los dibujos que hacían en la libreta de Susana y mediante gestos. La niña que les dijo que se llamaba Malala, los condujo hasta su poblado. Allí fueron muy bien acogidos por los nativos, pues habían encontrado al lemur de la hija pequeña del jefe de la tribu que había estado perdido una semana. El hechicero de la tribu curó a Pablo en apenas media hora y por la noche celebraron juntos un banquete en honor de los dos hermanos. Susana y Pablo comieron hasta saciarse. Todo estaba riquísimo: el arroz estaba en todos los platos, lo mezclaban con todo: un caldo con pescado, con carne, solo… Pero lo que más sorprendió a los hermanos fue un cuenco de madera lleno de carne. Al principio pensaron que era pollo pero se equivocaron. ¿Murciélago? Sí, eso era lo que estaba en aquel plato y fue lo único que no se atrevieron a probar. Para los postres sacaron una gran variedad de frutas: piñas, papayas, plátanos… Todos estaban exquisitos.
Aquella noche, el jefe del poblado les explicó por dibujos que su hija mayor estaba secuestrada en algún lugar del inmenso bosque por una tribu enemiga. Pablo y Susana querían ayudarle, pero en ese momento estaban tan cansados que sólo pudieron escuchar y pensar qué podrían ellos hacer al día siguiente para ayudarle.
A la hora de dormir, los instalaron en una tienda pequeña al lado de la del jefe de la tribu donde pasaron la noche. Por fin dormían seguros, protegidos de los animales de la selva.
A la mañana siguiente Malala fue quien los despertó. La tribu había decidido ir a buscar a Felana, la hija del jefe de la tribu y querían que los niños les acompañaran.
Susana y Pablo se sorprendieron, los malgaches de aquella tribu tenían una gran facilidad para seguir huellas entre la espesura de la selva. Al cabo de unas horas caminando, llegaron a una especie de cueva que había sido cerrada por una gigantesca piedra con forma de trilobites. Estaba dividida en cuadrados, algunos tenían números escritos y otros no. Ni el jefe, ni el hechicero, ni nadie de la tribu sabía leer, por ello no podían descifrar lo que allí ponía. Así que dejaron a los dos niños que pudieran ver la piedra más detenidamente. El dibujo era así:
Susana copió los números y tras media hora de cálculos y dibujos levantó la cabeza.
- ¡Lo tengo! – dijo con una amplia sonrisa. Entonces cogió una piedra y comenzó a rayar en cada uno de los cuadrados los números que tenía apuntados en su libreta.
Cuando terminó, tiró la piedra y todos guardaron en silencio, esperando a que ocurriera algo. De repente, y como por arte de magia, la gran piedra comenzó a retirarse hacia la derecha y tras ella apareció Felana, que corrió asustada hasta su padre con una gran sonrisa en los labios.
El jefe de la tribu no sabía como agradecerle a los niños su ayuda y pensó que lo mejor sería enviar a uno de sus hombres para que los guiara donde estaban sus padres. Después de que los niños, le enseñaran la casa de Pancho gracias a las fotografías de la cámara de Susana, todos se prepararon para la partida.
Estuvieron andando durante un día y medio. Los niños no se quejaban, porque de poco les serviría ya que no hablaban el mismo idioma, pero estaban cansados. De vez en cuando, intercambiaban sonrisas entre ellos, gestos, pero nada más.
Cuando Pablo y Susana vieron la casa de Pancho a lo lejos saltaron de alegría, ¡por fin estaban en casa! De repente escucharon una voz familiar:
- ¿Pablo? ¿Susana?
Sí, era mamá. Salieron corriendo hacia el lugar de donde provenía la voz y allí, sentados en unas rocas, estaban Pancho, mamá y papá. ¡Era un milagro! Después de pasar cinco días en la selva estaban allí, sanos y salvo y con miles de aventuras que contarles. No se lo creían.
El guía, tras unas palmeras, contemplaba sonriente la escena.
Laura Campo Salas

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